Con su alrededor de 500 metros cuadrados el Vaticano es el Estado, en términos territoriales, más pequeño del mundo. Pero con sus más de mil 100 millones de fieles diseminados por los cinco continentes, de unos 6 mil 500 millones de seres, la Iglesia católica es la congregación más numerosa del planeta. Aún así, para el papa Benedicto XVI, un hombre de convicciones, el poder no es todo.
Es también el mensaje que envía su renuncia, aún en el caso de que pudiera sentirse acorralado para rescatar o apuntalar la imagen del clero, sacudido hoy por los escándalos del banco del Vaticano y de los abusos sexuales cometidos por obispos y sacerdotes.
Podía esperar en su trono hasta el último suspiro, pero como hombre de fe, cuya creencia y amor por la Iglesia están por encima de sus ambiciones, optó, sin renunciar a sus principios, por echarse a un lado para dejar en otras manos la tarea que, por lo que fuere, no pudo cumplir.
Comprendió, tras ocho años de un agitado papado, que sus vastos conocimientos, no propiamente teológicos, no bastaban y que no era la persona indicada para lidiar con los conflictos que brotaban hasta en la misma Italia donde está enclavada el Vaticano. Ironía o mera coincidencia su decisión pudo ser también un noble ejemplo de sacrificio para una clase política que por sus desbordadas ambiciones de poner ha sumido en una gravísima crisis a la nación europea.
Benedicto XVI, quien en su despedida se proclamó un peregrino en su última etapa, pasará a la historia no por ser el primer Papa que renuncia al trono en casi siete siglos, sino por la connotación del gesto. Aunque por ahora no se tome en cuenta, se especule sobre los escándalos que sacuden a la Iglesia e incluso se conceda más atención a su sucesor. Para despejar las conjeturas que han rodeado su histórica decisión garantizó que le prometió a su sustituto su respeto y obediencia incondicional. Porque lo suyo es servir a la Iglesia y no el ejercicio o las ambiciones de poder que tantos conflictos y daños han generado en todas partes.
Benedicto XVI ha sido el primero en reconocer la magnitud de su decisión al señalar que ha dado el paso consciente de la gravedad y de su novedad. “Amar a la Iglesia”, agregó, “significa también tomar decisiones difíciles”. Pero advirtió que un Papa “no está solo en la barca de Pedro y por esto quiero dar las gracias a todos los que me han acompañado”. Se podrá cuestionar y especular hasta más no poder sobre su renuncia, pero habrá que reconocerle valor hasta para entender sus eventuales limitaciones.
Tras la histórica decisión de Benedicto XVI, un Papa que prefería la fuerza de la fe a la lucha de poder, no cabe duda de que el Vaticano está llamado a inaugurar un nuevo período para rescatar y apuntalar la misión del cristianismo.
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